Debía tomar una decisión para la sociedad de inversiones en la que trabajaba. Se trataba de reconvertir una de las fábricas de maquinaria industrial que se encontraba en concurso de acreedores en otra fábrica similar, adaptándola a los nuevos tiempos y a las nuevas tecnologías. Por otra parte estaba la posibilidad de recalificar los terrenos, venderlos y despedir a los quinientos trabajadores de la plantilla. A priori los números decían que la mejor opción era reconvertir, además la zona quedaría muy beneficiada con el mantenimiento de los puestos de trabajo
Conocía la historia de Alipio. Alipio vivió en Roma en el siglo IV y era amigo de San Agustín de Hipona. Deploraba los espectáculos que se daban en los anfiteatros donde se mataba indiscriminadamente personas y animales. Cuentan que una vez fue a uno de ellos y sintió la llamada de la sangre derramada en la arena y de los gritos del populacho. Volvió al circo una y otra vez sintiendo a la vez atracción y repulsión.
Cayó en mis manos el libro “Viaje al final de la noche”. Durante ese tiempo andaba con mis cavilaciones sobre el arte y la influencia que puede tener sobre las personas, sobre su comportamiento o su forma de ser. Eran pues unas consideraciones éticas. El libro de Celine me pareció repelente pero de alguna forma ejercía sobre mí una extraña fascinación. Me parecía un libro mediocre, con una trama que no tenía nada de sorprendente y sí bastante de predecible y sin embargo no podía evitar su lectura, que iba acompañada de una extraña sensación de mal cuerpo que difícilmente se mitigada pasado un rato. Como si Celine sacara a relucir lo peor de cada uno.
Días después tuve que escribir el memorando que decidía la acción a tomar en la reestructuración de la empresa. No sé si algún libro u obra de arte puede mejorar a una persona. Doy fe que lo he buscado, también doy fe de que una vez leí “Viaje al fin de la noche” y todavía no he podido compensar su efecto devastador sobre mí y sobre todo lo que me rodeaba.