martes, 30 de abril de 2013

Propuesta para resolver el desempleo





Me desperté con el  mismo nudo en el estómago con el que me levanto siempre que tengo que ir a sellar la tarjeta del paro. Es una sensación de malestar que me asalta en el mismo instante en el que abro los ojos acompañado de un ligero sobresalto. Luego se pasa. 

Una hora más tarde me encontraba en la cola de desempleados que es cada vez más numerosa y triste, rodeado de personas resignadas que visten ropas de apagados colores . ¿No os habéis fijado en el color de nuestra ropa cuando estamos en la cola? Como si hubieran pasado una veladura que nos difuminase, que nos hiciera menos reales.

Me llamó la atención el ver que los compañeros que salían de la oficina después de cumplir el trámite estaban más animados y eso era una buena noticia. Salían con una bolsa de plástico que contenía una caja de cartón en su interior. Sabía que algunas asociaciones benéficas repartían alimentos y no era descabellado suponer que hubieran puesto un dispensario en el que a falta de trabajo nos dieran una barra de pan y un kilo de arroz.

Cuando llegó mi turno entregué la tarjeta que sellaron para tres meses. Otros tres meses de nada.  Al  solicitar la dotación alimenticia el mismo administrativo me dijo que tenía que informarme de los cambios que se habían producido en la normativa para reducir el desempleo. Me informó que todos los afiliados al paro tenían derecho a percibir un fusil de asalto del tipo Imi Galil, que según parece es uno de los más recomendables del mercado, acompañado con dos cargadores de veinte balas cada uno. Se habían ahorrado las de fogueo. ¡ Para qué!   Automáticamente comencé a vislumbrar extraordinarias posibilidades. No hizo falta que el asesor me indicara instrucciones de uso ni el objetivo de esa iniciativa. Se me quedó mirando a los ojos y con su dedo índice desplazó lentamente una nota sobre el mostrador. Decía: "Comenzar por los vecinos"

jueves, 25 de abril de 2013

Fecha de caducidad





Se están produciendo fenómenos extraños en los supermercados. Hemos constatado que hay zonas donde los productos tienen una fecha de caducidad el doble de larga que en otras zonas de un mismo supermercado y lo más extraño es que ambas están calculadas con arreglo a la legislación vigente. Esta zona de largas caducidades es la llamada zona económica o de super ofertas y se diferencia de la otra llamada zona estándar o normal. Así por ejemplo el mismo yogourt que fortalece la flora intestinal y mantiene el estado de ánimo sin sobresaltos, caduca el doble de tarde en las áreas económicas, a pesar de que los envases parecen tener ligeras magulladuras y rasponazos o carecer de etiqueta. Otros productos naturales como puedan ser las naranjas en la zona económica no siempre tienen color naranja, a veces son ocre y con un tacto quizá demasiado suave.

Para ahondar más en estas paradojas, se puede asegurar que los clientes de unos y otros tienen aspectos diferentes; reconocido el colectivo económico por sus ojos acuosos y ligeramente enrojecidos acompañado de un color pálido de piel. También su indumentaria tiende al deshilachado y a una cierta aspereza en el paño. Estamos en fase de asegurar que estas personas generan unos anticuerpos que les hacen más resistentes. Y la prueba está en su alto índice de tolerancia a productos, no en mal estado, sino con alta fecha de caducidad. Son cuerpos que se han acostumbrado a las decoloraciones y al olor fuerte de los alimentos. Y es un reto averiguar la biología que subyace a cuerpos que resisten perfectamente este tipo de productos, resultado de inconcebibles cambios.

La conclusión que se extrae es puramente genética por las mutaciones muy beneficiosas que están produciendo. Hay quien piensa que este colectivo no compra medicinas por carecer de medios económicos he incluso hay quien piensa que estas zonas especiales se encuentran fuera de los establecimientos, junto a los contenedores e incluso dentro de ellos. Pero yo creo que los designios de la genética, junto con los de dios nuestro señor, son inescrutables.


viernes, 19 de abril de 2013

Boston Marathon - Un Relato





Terminé de subir HeartBreaker Hill peor de lo que pensaba, sin ritmo y harto de correr. Mala cosa para un corredor de fondo. Desde la Colina Rompecorazones se ve Boston en toda su extensión, es un momento emocionante treinta y cuatro kilómetros después de comenzar la carrera. Habíamos salido desde el pueblo de Hopkinton en una carrera lineal rodeados de árboles y de mucho público en los arcenes. El Maratón de Boston es una carrera peculiar y tiene su leyenda.

Sin embargo no llegué bien. Hacía calor, quizá demasiado para correr una distancia tan larga, también debieron influir los nervios y una mala noche. Lo cierto es  que al terminar la cuesta no disfruté de las vistas, ni de estar allí. Tan solo tenía ganas de terminar, de acabar esa carrera. Iba comprobando cómo con el paso de los kilómetros, al contrario de lo que suele ser habitual, me iba desmoralizando porque comprobaba que cuanto menos distancia me quedaba más lejos se encontraba la meta, que las fuerzas me iban abandonando más rápido que la distancia. Ocho kilómetros de sufrimiento cuesta abajo y fin. Fácil en otras circunstancias. Tenía un ligero dolor de cabeza, sed. Me rondaba la deshidratación pero no pensé en abandonar, eso no se piensa, pero no tuve más remedio que bajar el ritmo. Comenzaron a adelantarme muchos corredores. Lo importante era terminar

Llegado ese momento la estrategia y la necesidad obliga a  concentrarse en poner un pie tras otro, uno tras otro. Cuando debido a un esfuerzo el cuerpo se vuelve inestable el único remedio es intentar sosegarlo y confiar en que otra parte no pierda el control. En esos casos comienzas a ver el entorno como en una película, como si fueras un espectador en una realidad que por momentos se escapa. Escuchas la respiración, sientes los músculos como se tensan, las rodillas... Y sin embargo el tiempo pasa más rápido. Llegué a Beacon Street en el kilómetro treinta y nueve sin resuello. Llevaba casi cuatro horas de carrera.

En ese momento ocurrió algo insólito, pude escuchar una detonación como un petardo enorme. Para mi aquello no representó nada, no más que los cientos de vasos tirados por el suelo de los corredores que me habían precedido. En esos casos solo se escucha el cuerpo. Pero un poco más adelante volví a escuchar otro estruendo más fuerte.  Lo verdaderamente importante era que estaba apunto de terminar otro maratón y eso compensaba todas las penalidades. Siempre había sido así. Llegué a Hereford y a falta de quinientos metros para la meta tracé la última curva hacia Boylston Street. En medio de lo que debía ser el fin del sufrimiento, un guardia vino a hacia mi con los brazos abiertos y me gritó “Stop run, stop run”, fuerte, desencajadamente. De alguna forma sus gritos me sacaron del letargo que acompaña el agotamiento extremo y fui consciente de mirarle con los ojos abiertos como platos mientras paraba en seco. Pasé la mirada detrás de él y me sobrecogió el comprobar que lo que estaba viendo era un caos superior al que en ese momento yo tenía en mi cabeza. Pensé que algo terrible acababa de ocurrir. Me dejé llevar por los voluntarios hasta un puesto de socorro y comencé a vomitar. Creo que todavía lo estoy haciendo.


miércoles, 17 de abril de 2013

Demencia 2




Constantino, el nieto y su yerno jugaban a las cartas. La televisión continuaba encendida pero con el volumen bajo  para poder escucharse. Jugaban despacio, como a cámara lenta y cuando el turno le tocaba a Constantino el tiempo se paraba ligeramente. El nieto echó la sota de espadas y los ojos del abuelo recorrrieron las cartas que  tenía  abiertas en abanico. A veces después de un rato inmóvil se caía alguna o todas y había que  recogerlas y volver a ponerlas en sus manos. Daba la impresión de que se olvidaba de agarrarlas. Era curiosa la forma de mirar, menos intensa, sin energía. A veces mirándole, su nieto percibía una cierta flojera en su propia mirada.

Constantino se levantó de la mesa.
- Voy al arroyo - dijo. Viviendo en una cuarta planta era difícil ir al arroyo. Pero los recuerdos del pueblo los tenía presentes. De alguna forma se podría decir que no había salido del pueblo, que todavía estaba allí.

- Voy al arroyo - repitió - a hacer de vientre. - Y progresivamente fue caminando pasillo adelante hasta el cuarto de baño.

El nieto pensó en el abuelo y en el pueblo y en la cantidad de veces que había bebido agua fresca del arroyo.

Guardaron las cartas.

lunes, 15 de abril de 2013

Demencia 1




Constantino veía pasar imágenes por la televisión, daba igual el programa que emitieran, era indiferente la hora. Lo importante era que siempre hubiera ruido a su alrededor. Si no, se ponía raro. Estaba sentado en una silla con reposabrazos porque en ese tipo de silla era más difícil que se cayera. Hacía unos meses que le habían diagnosticado una demencia progresiva e irreversible aunque su aspecto insinuara una cierta normalidad.  En la misma habitación se encontraban el nieto y su yerno, cada uno sentados en extremos opuestos del sofá. En el centro de la habitación una mesa camilla con mantel y una jarra con agua y un vaso. El nieto leía el Hobbit y su padre la propaganda de una marca de coches.  Llevaban  un rato sin abrir la boca. El yerno preguntó:

- Constantino, ¿ha llamado alguien esta tarde?. – Se trataba de una pregunta sin importancia, como para mantener el ruido en la habitación.
- Sí.
- Quién era, ¿lo conocemos?.
- Era mi hermano.

Ambos padre e hijo levantaron los ojos y se miraron con la gravedad acostumbrada, no exenta de un cierta complicidad. Sabían que su hermano había fallecido cinco años atrás, pero le siguieron la corriente.

 - ¿Y que te ha dicho? ¿Está bien?
Arqueando las cejas el abuelo respondió lo acostumbrado:
- No sé.
A lo que el nieto apostilló con un gesto de impostada seriedad  
- Habrá hecho un llama-cuelga.
- Eso ha debido ser. - Dijo su padre mientras volvía la vista a un tipo de neumático ultrarresistente a la humedad.

La televisión seguía mostrando imágenes, Constantino miraba.

jueves, 11 de abril de 2013

Los enamorados en el centro comercial





El amor de Roberto y Sonia era un amor que se desarrollaba con más intensidad en el interior de un centro comercial. No había mayor diversión que emplear las horas recorriendo sus pasillos y curioseando por los comercios. Era una de las cosas que dotaban de sentido a su vida. Una tarde de Sábado comenzaba en las tiendas donde probarse la ropa de moda o aquella que fuera a marcar tendencia en los próximos meses. El tiempo pasaba probándose pantalones, faldas, esos pañuelos tan chulos. La tarde podía continuar con alguna de las muchas tiendas de calzado. A Sonia le gustaban los zapatos de tacón alto y las medias de múltiples colores, pero estas no era posible probarlas, no se podían sacar del envoltorio. A Roberto también le interesaban las cámaras de fotos y los ordenadores. Tenían un mundo a su disposición.

Las tiendas del hogar se encontraban en el mismo pasillo, un poco más allá. A Sonia le chiflaban las alfombras gruesas donde sentir el calor y el mullido en los pies. Y ver camas bajas de matrimonio, conjuntadas con las cortinas y una cómoda con luces como las de los camerinos de los artistas. Porque Sonia en el fondo se sentía una artista. Entraban a la estancia cogidos de la mano y dejaban volar su imaginación. Tenían el futuro por delante.

También había tiendas especializadas en mobiliario de cocina y Sonia soñaba estar junto a una ventana que diera al jardín viendo los niños jugando en el césped y con un árbol del que colgara un columpio. Y en medio un amplio fogón desde donde  llegar a todos los rincones sin apreturas.

Con la cabeza llena de sueños pasaban a la zona de bares y restaurantes. Tenían hambre y decidieron comer algo. Sabían que era un momento delicado. Debían esperar a que algún cliente se marchara y dejara algún resto de hamburguesa o de ensalada César que tanto le gustaba a Sonia. Salían sin precipitación para sentarse en su banco, lejos de las miradas inoportunas de los transeúntes. Ese día no tuvieron suerte. Un guardia jurado encontró a  Roberto envolviendo un resto de entrecot de ternera en una servilleta y  les invitó a salir del centro comercial. De vez en cuando ocurría. Ese día se habían sentido tan integrados como cualquier otra pareja normal. El guardia les acompañó hasta la salida y una vez traspasada  la puerta automática de cristal y como afirmando su propio destino, Roberto pasó las manos por la cintura de Sonia y aproximando sus labios se fundieron en un largo y apasionado beso.


La fotografía es de Sway-Ploas


lunes, 8 de abril de 2013

Una tarde en la biblioteca





Después de llevar veinte minutos en la biblioteca comenzó a hacerse perceptible cada respiración, cada movimiento de una página. Hasta el movimiento de la mano que escribe, del estiramiento cervical de aquella chica rubia sentada en la esquina con la que de vez en cuando había coincidido. Sobre la mesa, los folios de la lección diaria de lenguaje de primero de bachillerato y un análisis sintáctico incomprensible. Roberto miró a su compañero y al complemento circunstancial al que hacía referencia el verbo que estaba una línea más arriba. Imposible comprender nada más en esa frase coordinada adversativa. Cuando finalmente decidió preguntar, el chisteo de la bibliotecaria se oyó en toda la sala y la duda se volvió si cabe más insignificante. Volvieron a enfrascarse en algo pesado y rutinario. Aparcaron la asignatura de lengua y sacaron de la mochila el libro de matemáticas con sus demostraciones de álgebra tan pesadas como  el análisis sintáctico. 

La biblioteca tenía un patio que compartía con un centro cultural aledaño donde había cuatro mesas de ping-pong azules. Solían venir a la biblioteca con la raquetas y unas pelotas marca Cornilleau, pesadas y con un bote equilibrado. Necesitaban salir de la rutina. Sencillamente se dedicaban a pasar la pelota por encima de la red. Atribulados por la colección de conocimientos incomprensibles que cada día debían aprender, ver pasar la pelota de ping-pong levemente por encima de la red les hacía olvidar la sensación de pesadez. Pasados cinco minutos, las bolas comenzaban a adquirir determinadas efectos para hacer de su recorrido algo impredecible, mientras ellos se movían ágiles por el frontal de la mesa, acentuando la sensación de que nada tiene importancia y de que una cierta ligereza puede ser un antídoto contra el mayor de los aburrimientos.

Al regresar a la sala de estudio les seguían esperando las dos asignaturas, el silencio y la misma pesadez. La chica rubia de la esquina había salido a fumar un cigarrillo. Roberto comprendió que estaba a punto de perder la tarde pero decidió que aún había esperanza y con la cabeza despojada de todo pensamiento se acercó con las dos raquetas a la chica que acaba de terminar el cigarrillo. Le preguntó  -¿Juegas al ping-pong?

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...