lunes, 19 de noviembre de 2012

El silencio




Una de las cosas que nos une en una ciudad grande es el ruido. Después de unas jornadas de mucho trabajo, el salir a la calle era una liberación de la rutina, de la ansiedad diaria. Al pisar la calle surgía la comunión liberadora con los demás. Eso me satisfacía. El paseo de vuelta a casa, los semáforos, las compras, ver a los demás. Un día descubrí una sensación sobre la que volvía una y otra vez. Un buen día me di cuenta de que me encontraba rodeado de ruido. Que si cerraba los ojos, lo único que me unía con los demás era el ruido. Hice la prueba muchas veces y se podía distinguir el ruido de los coches o de las motos, o de la gente hablando en compañía o con el móvil. Se oyen las televisiones de los bares y en  los centros comerciales hay una música que escuchada en las correspondientes dosis invita al aturdimiento. En la cama se oye el paso de algún coche, de algún borracho, de los vecinos, el ruido de la ciudad. Eso me dio que pensar que cada ciudad grande o pequeña tiene su propio ruido que de alguna forma define su identidad.

Decidí que debía desconectar, de modo cogí unos días de vacaciones. Me fui al campo a seguir descubriendo el sonido de las cosas. La revelación de las cosas que siempre han estado allí. Alquilé una cabaña en el campo con una habitación rodeada de árboles, llegué un sábado por la tarde, había quedado con el alquilador en la puerta de la cabaña,  me dio la llaves y le pagué lo acordado. A esas horas todavía se podían oír los pájaros o las conversaciones de algunos, pocos, excursionistas que venían del lago cercano. Se hizo la noche y con ella el silencio. El silencio de decir no se oye nada, me pareció bien. Di un ligero paseo, cené algo y me dispuse a disfrutar de la lectura de un libro y de la nada que me rodeaba. Cuando me venció el sueño, me metí en la cama y me preparé a no escuchar. Al principio era una extraña sensación, el silencio. Pero posteriormente comencé a notar como si dentro de mi surgiera un sonido. No podía ser. Cuando me desperté todavía no había amanecido, todavía estaba allí y se hacía agudo y molesto y no había ningún otro sonido por los alrededores que me pudiera auxiliar, que pudiera atenuarlo. Un poco más tarde comenzó a cantar algún pájaro y me levanté. La memoria a veces es voluble y se pasó la sensación de incertidumbre. También con la llegada del día vienen otros sonidos, se van percibiendo. El crepitar del fuego, las tazas. Pasé el día viendo cosas o hablando con las gentes del pueblo más próximo. 

Ya he dicho que la memoria es voluble y de la misma forma que viene, vuelve y en el momento en el que  el último pájaro dejó de cantar, volvieron a venir los sonidos de los objetos domésticos, uno detrás de otro, cada vez que hacía un movimiento esperaba su sonido hasta que al estar en la cama desaparecieron y de repente la memoria me volvió a llevar a la sensación que había experimentado hacía unas horas antes cuando no había sonidos ni referencias de nada. Acurrucado entre las mantas era tremendo darse cuenta de que yo también era un generador de ruido, de que desde el silencio mi propia cabeza generaba un ruido que no era capaz de parar. A quién llamar para que parara ese sonido persistente y zumbante. Y esa sensación me anduvo angustiando durante toda la larga y silenciosa y extremadamente ruidosa noche, la sensación de que ese ruido siempre me acompañaría.

El día siguiente regresé con urgencia a la ciudad y la memoria se olvidó de que hay campos y lugares donde uno puede encontrarse si mismo y que es insoportable. No todo se ha olvidado, no me siento tentado de volver a la vida relajada y silente. Nunca más.



1 comentario:

Uno dijo...

No se nos prepara adecuadamente. Se nos habla del campo siempre como de un idílico tralalá. Nadie nos advierte de los peligros del campo. Esta entrada debería se de obligada lectura en los colegios. Habla con Wert.

Un abrazo

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